viernes, 26 de septiembre de 2014

178 noches y un chupito de vodka.

Quererte era como vivir en un eterno domingo. Deseando que el día terminase para poder llegar al lunes, un nuevo principio, y a la vez esperando que no acabase nunca. Que volvieses a acostarte entre mis sabanas. A veces estaba tan cerca de ti que pertenecíamos a otra dimensión, y otras veces el tiempo no terminaba de pasar nunca, avanzaban las agujas en un reloj que nunca dio la hora exacta. Tu, con tus idas y venidas, eras como beber tequila y abrasarme la garganta, tan agridulce y doloroso hasta que me ardían las entrañas. Quemabas todas mis terminaciones nerviosas y las hacías cenizas con tus manos. Y era agotador. Como estar continuamente dándose cabezazos contra una pared de piedra que nunca va a romperse, mientras seguía intentando pasar al otro lado de tu muralla y tu arañabas mis muros con las manos. Me besabas tan fuerte que sentía tu corazón latiendo dentro de mi para después apartarme tan lejos que te llevabas mis latidos. Nunca te cansaste de arañarme los pulmones con tus uñas. De intentar meterte bajo mi piel para arrancarla todos sus secretos. Y te acostabas a mi lado alguna noche, cuando la luna estaba en calma, susurrándome que seguía teniendo la falda muy corta y el orgullo muy alto, igual que cuando te vi por primera vez en ese sucio bar y caminaba pisoteando el suelo con mis tacones sin pestañear. Ni si quiera cuando te paraste a acariciarme. Yo, que aquella madrugada estaba tan borracha que no recuerdo el color de mi propio pelo. Que añoraba tus palabras incluso con los dolores de cabeza y de corazón que venían adjuntos con todas nuestras batallas. Te estaba respirando en los labios solo para obtener ese chute en las venas cada vez que cruzas tu mirada con la mía. Que putada que yo fuera la chica mala del bar, y de todos los lugares en los que me encontrabas. Que putada.

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