lunes, 27 de julio de 2015

Limón, sal, y mucho tequila.

Estaba bailando encima de la barra de aquel y nada en este mundo que podía hacer que me detuviera, como si no existiera un amanecer, un día siguiente, una vida fuera de aquellas paredes mal pintadas. Me mirabas apoyado desde la pared del fondo bebiéndote quien sabe que numero de copas que llevarías, y las que aun quedaban. No existía nada fuera de aquel antro que pudiera hacernos parar, de mirarnos, de bailar, de quitárnoslo todo con tan solo dos palabras mal dichas. Yo seguía huyendo de los fantasmas de mi cabeza, de las voces, de la luz del día, tu estabas buscando un lugar donde esconderte, donde poder perderte un rato. Bailaba mientras me mirabas, fumabas mientras yo bebía, y bebías mientras yo bailaba. Hasta que chocamos, miradas, labios, tus manos inquietas sobre la piel de mi espalda, las mías impacientes tirando de tu pelo. Nunca en mi vida había sentido tanta paz y tanta guerra en un solo instante. Mientras nos comíamos la piel, arañábamos el suelo y despertábamos a todo Madrid entre gritos y gemidos a las cuatro y treinta tres de la mañana. Del día que no llegaba, de la noche que no tenía ninguna prisa por acabar. El alma que te habías dejado olvidada en casa aquella noche, que yo había perdido meses atrás en esta vida. Que pequeño me parecía el mundo dentro del garito que se sentía mas acogedor que cualquier lugar al que había llamado hogar; dentro de tu boca, entre mi propia oscuridad en la que te perdiste aquella madrugada. De una noche de verano. Estaba huyendo, desapareciendo para dejar de ser quien era, estabas escondiéndote, ocultando la realidad tras unas botas de cuero y una sonrisa torcida que se chocaron contra mis labios pintados de negro.
En la que fuiste el chico misteriosos del fondo del bar que acabo enredado en la chica misteriosa de las marcas en las muñecas. En aquella noche de verano. De la cual nunca, jamas, volví a saber nada.

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